lunes, 12 de noviembre de 2018

UN DÍA COMÚN Y ORDINARIO EN NAZARET.

Daría gracias a Dios por el reposo de la noche y le ofrecería el trabajo del día que había comenzado. Lo hace todo con presteza, pero con silencio y paz y sin turbar a nadie. Hace su oración y la meditación de la mañana con piedad extraordinaria en su actitud y en su corazón, y podemos asegurar que su oración sería bastante más larga que la nuestra: tal vez el motivo de su meditación era el padrenuestro, porque ésta es la oración del Salvador y, siempre y por encima de todas las cosas, la oración del Dios-hombre, oración verdaderamente católica y universal. Después de la oración, quizá iría a la cocina a fin de preparar todo lo que pudiera necesitar su Madre durante el día. Tal vez barría las humildes habitaciones, porque la más rigurosa limpieza reinaba en aquella morada. En seguida saludaba a su Madre y a San José con profundo respeto y cada día con más reconocido amor. Les preguntaba si tenían algo que mandarle o si en alguna cosa les podía ayudar. Y se dirigiría algunas veces a la fuente para que no faltase el agua a su Madre. Cuando veía el agua que llenaba su vasija, pensaría en el agua que un día había de dar cerca del pozo de Jacob y en la que en toda la Iglesia cristiana había de redundar de las fuentes del bautismo y sobre el altar, donde su sangre se mezclaría con el agua para borrar los pecados del mundo.

Más tarde, el Salvador iba con San José a trabajar en el taller. Él mismo llevaría los instrumentos necesarios y cedería a San José la derecha. En su infancia querría aprender a trabajar, y San José le enseñaría a coger las herramientas, poniendo su ancha mano de hombre sobre la pequeña manita del Niño para dirigirla. El alma de San José se inundaba con esto en sentimientos de adoración y de amor; pero para nada interrumpía su enseñanza: comprendía perfectamente que ésta era su obligación. Todos los días el Salvador se hacía indicar lo que tenía que hacer; y con ardor, pero con paz y perseverancia, se daba a ello, aunque el sol ardiente hiciera brotar el sudor de su rostro, coronando, como de perlas, su hermosa frente, y aunque su pecho se levantara anhelante para respirar. No sale del taller ni pierde un momento en detenciones y conversaciones inútiles, sino que siempre responde con atención, deferencia y amabilidad a todas las preguntas y vuelve el saludo a todos los que pasan o se detienen. Realiza su trabajo con herramientas pobres y de la manera común entonces para el trabajo. Deja para San José el trabajo más fácil y toma para sí el más incómodo, de tal manera que, poco a poco, sus manos delicadas llegaron a encallecer.

Hacia el mediodía volvía con San José a su casa, que, durante la mañana, había guardado María. Porque a la dueña de la casa era a quien correspondía moler el grano, preparar los alimentos, hilar la lana, hacer los vestidos, traer el agua e ir al mercado a comprar lo necesario. Tal vez el Salvador pondría la mesa y ayudaría a su Madre en los trabajos del interior. Y tal vez en casa de la Sagrada Familia se haría entonces un pequeño ejercicio espiritual semejante a nuestro examen de conciencia. Luego, lavadas ya las manos, se sentaban a la mesa. San José decía la fórmula de la bendición y el Salvador se unía a esta oración con piedad y recogimiento. Escogía para sí el último puesto. Las viandas se las servía San José, y nunca llamó su atención ni se quejó: todo lo que su Madre había preparado le parecía excelente. Estos alimentos serían, según costumbre del país, poco más o menos los siguientes: carne de animales puros asada o cocida, aves, peces, leche fresca o agria o cuajada, manteca, queso y miel, lentejas, habas, melones, cebollas, higos, dátiles, granadas, manzanas, nueces, almendras, galletas y dulces. Los pobres se contentaban con pan, vinagre, leche y asado. Tomábanse los alimentos con la mano del plato en que habían sido servidos. El pan se cortaba en trozos, se partía la carne, y, después de haberla mojado en la salsa o vinagre, se la llevaba a la boca sobre un pequeño trozo de pan. Durante la comida, antes de empezar a tomar los manjares y después, se presentaba un vaso de agua o de vino. María, José y el Salvador se entretendrían amable y piadosamente y cuidarían de guardar un santo recogimiento. Acabada la comida, tomarían algún reposo y volvería después cada uno a sus ocupaciones. Durante el trabajo se hablaba poco. Tal vez la Madre de Dios venía algunas veces al taller con su quehacer para edificarse con la presencia del Salvador.

A la tarde el Señor ponía en orden todo el taller: martillos, escoplos y las demás herramientas, y volvía a su casa con San José. Después de un ligero refrigerio se recrearían con la frescura de la tarde y tal vez Jesús leería y explicaría después algún paso de la Sagrada Escritura. Por último, de pie y con los brazos cruzados, bajo una luz de varias mechas, hacían oración y se iban a descansar.
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Fuente: ROYO MARÍN, A. Jesucristo y la vida cristiana. BAC, Madrid, 1961, pp. 527-528

1 comentario:

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