Dios ha establecido esta ley por efecto de su amor y no podremos abrigar la pretensión de cambiarla. En el día del juicio, la sentencia definitiva se pronunciará según hayamos guardado o no el precepto de la caridad para con el prójimo. ¿Cuál será la fórmula de aquel solemne veredicto? El mismo Cristo la proclamó cuando dijo: «Venid, benditos de mi Padre… Tuve hambre y me disteis de comer»… Y los buenos se extrañaran, diciendo: «¿Cuándo te vimos hambriento?» Y el Señor les responderá: «En verdad os digo, que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Y el juez dirá a los malos: «Apartaos de mí, malditos». ¿Por qué? ¿Porque no rezamos? ¿Porque no ayunamos? No; sino porque «tuve hambre y sed, estuve triste y abandonado, y no me socorristeis… Cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt., XXV, 34-35).
Quizá me digáis: ¿Es que no tenemos otros mandamientos que debemos cumplir igualmente para salvarnos? Cierto que sí, pero de nada nos serviría guardarlos si no cumplimos el gran precepto del amor para con el prójimo. Por eso escribió San Pablo: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»: Omnis lex in uno sermone impletur (Gal., V, 14).
Esta identificación de Jesús con los miembros de su Cuerpo Místico que padecen y sufre no puede ser para nosotros una fórmula vacía de sentido, porque expresa una realidad misteriosa, pero que provoca el entusiasmo y engendra la caridad: hacer todo por el prójimo como si se tratase de la misma persona de Cristo.
Los santos vivieron una vida consagrada al amor, porque creían en el misterio de esta sustitución sagrada. Para San Benito, por ejemplo, es al mismo Cristo a quien obedecemos en la persona del abad; es al mismo Cristo a quien aliviamos con las atenciones que dispensamos a los enfermos, y a Él servimos cuando prestamos a otros nuestros servicios; y las muestras de respeto de que se rodea el acto mismo de recibir a los huéspedes es un culto que se tributa a Jesús que llega como peregrino [Regla, passim].
Este mismo espíritu de fe es el que nos impulsa a perdonar a nuestros enemigos. San Juan Gualberto era, antes de su conversión, un altivo caballero de los alrededores de Florencia. Y ocurrió que un día de Viernes Santo se encontró con el asesino de su hermano. El primer impulso de su corazón fue de abalanzarse sobre su enemigo y satisfacer su deseo de venganza. Pero el culpable se hincó de rodillas en medio del camino y puso los brazos en cruz, solicitando el perdón en nombre del crucificado. El futuro santo se contuvo, viendo en el criminal la imagen de Jesucristo. Tocado por la gracia, bajó del caballo y, por amor a Jesucristo, abrazó a su enemigo, aceptándolo como hermano. Conmovido por su propio gesto, entró en una iglesia y, al tiempo que oraba al pie de un crucifijo, vio cómo Cristo inclinaba la cabeza hacia él en señal de amor.
El que Cristo se sustituya por cada uno de sus miembros no es ninguna ficción, sino una de las más profundas realidades. Cristo vierte en sus miembros la vida sobrenatural, que es su propia vida, la vida de la gracia santificante y de la caridad. Los miembros de su cuerpo le están unidos como los sarmientos a la cepa, formando un todo único.
Nosotros los sacerdotes gozamos del insigne privilegio de tener en el altar a Cristo en nuestras manos; pero si somos fríos o rencorosos con nuestros prójimos, es al mismo Cristo a quien hacemos objeto de nuestra aversión. «¿Cómo no has de pecar contra Cristo, exclama San Agustín, si pecas contra uno de sus miembros?»: Quomodo non peccas in Christum, qui peccas in membrum Christi? [Sermo 83, 3. P. L., 38, col. 508]. Antes de celebrar, dejemos a un lado, por amor a Cristo, toda susceptibilidad y todo amor propio, arrancado de nuestros corazones todo espíritu de rencilla, dispuestos a otorgar el perdón con generosidad y largueza. Porque es el mismo Jesús quien nos ha impuesto este precepto: «Si te acuerdas de que tu hermano tienen algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt., V, 23-4). Es como si dijera: Pon primero en orden tus relaciones con el prójimo y ven luego a ofrecer el sacrificio.
No debéis, por otra parte, esperar el reconocimiento de los hombres, sino que debéis mostraros bondadosos sin exigir retribución alguna. Debéis tener un corazón rebosante de caridad, y el mismo Cristo será vuestro deudor. El os agradecerá todo cuanto hagáis por sus miembros, como si se lo hicieseis a Él mismo. Y como es infinitamente rico, os pagará espléndidamente su deuda. Convenceos de que Dios siempre obra con liberalidad, pues no es un comerciante de limitados recursos. Él os colmará de abundantes bendiciones. «Dad y se os dará, dice el Evangelio; una medida buena, apretada, rebosante, será derramada en vuestro seno» (Lc., VI, 38): Date et dabitur vobis: mensuram bonam et confertam et coagitatam et supereffluentem dabunt in sinum vestrum.
No hay comentarios:
Publicar un comentario