Creo que el mejor seminario es el seminario que no existe. Es decir, en absoluto, ningún seminario es bueno, ni puede ser bueno pues todos los seminarios son un mal, quizás necesario o quizás el menor de todos, pero un mal al fin. Reconozco que es una afirmación osada, pero basta repasar el origen y evolución de los seminarios para entenderla y, eventualmente, justificarla.
Los seminarios son una invención reciente de la iglesia católica. Surgen como uno de los frutos del Concilio de Trento en la segunda mitad del siglo XVI. Como Ud. verá, la institución como tal tiene poco más de cuatrocientos años lo que, para la doblemente milenaria historia de la iglesia, no es mucho tiempo. Establecidos definitivamente por voluntad del papa San Pío V, fueron creados en muchas diócesis europeas, y luego también americanas, con la ayuda de algunas congregaciones religiosas, entre ellas, y como no podía de ser de otro modo, por los jesuitas, siempre prestos a colaborar con la introducción de la modernidad en la Iglesia.
No es un dato menor que los seminarios hayan sido creados por Trento. Es una acción que responde con claridad al espíritu cristalizador de ese concilio que es visto por muchos como la cumbre del tradicionalismo y que, sin embargo, fue la oficialización del espíritu moderno en el seno de la Esposa de Cristo. Los padres conciliares, ante la tremenda amenaza protestante, optaron por la solución que creyeron más adecuada: cristalizar lo que la Iglesia poseía en ese momento, con toda la carga de racionalismo que esa situación estática implicaba. Y así entonces, surge el
Catecismo Romano, donde se cristaliza la doctrina; surge la así llamada
Misa Tridentina, donde se cristaliza la liturgia latina según el rito romano, aboliendo definitivamente muchísimos ritos particulares que poblaban las diversas diócesis de Occidente, perdiéndose de ese modo enormes riquezas que habían sido, ciertamente, expresión del Espíritu a lo largo de los siglos; y surgen también los
seminarios con el fin de cristalizar la formación de los clérigos según normas doctrinales únicas y, justo es decirlo, para garantizar un cierto nivel de conocimientos y de moralidad que el antiguo sistema no siempre era capaz.
Hasta el concilio tridentino no existían seminarios. El joven, terminado sus estudios iniciales, asistía a la universidad donde cursaba las artes liberales, es decir, estudios filosóficos en sentido amplio, y luego hacía sus estudios teológicos. Si en algún momento consideraba que el estado clerical podía ser una elección de vida, buscaba un obispo quien, luego de conocerlo durante algún tiempo, le confería las ordenes menores y, cuando lo consideraba apto, lo ordenaba sacerdote. Es por esto que la mayor parte de los estudiantes de las universidades medievales eran clérigos, pero no seminaristas. Este modo mucho más natural y libre de acceder a la clericatura comportaba también algunos problemas. Por ejemplo, no era fácil conocer las condiciones morales del candidato, pero lo medievales estaban lejos de ser donatistas y, por otro lado, los pobres difícilmente podían acceder al sacerdocio puesto que sus escasos medios no les permitían acceder a los estudios universitarios.
La evolución de los seminarios no fue, según me parece, adecuada. Poco a poco fueron cayendo en una incurable infantilización. Infantiles eran sus lecciones, consistentes en muchos casos en poco más que un catecismo. Infantil su disciplina: recuerdo que un sacerdote anciano que se había formado en los años ´30 en el seminario de Devoto, regenteado por los jesuitas, me contaba que tenían prohibido, entre otras cosas escuchar tango y que hasta que eran ordenados diáconos, es decir, hasta los 24 o 25 años, los hacían formar en filas en los pasillos y así dirigirse a las aulas. Infantiles en la vida moral y afectiva, con una espiritualidad mostrenca basada en el cumplimiento de ejercicios piadosos que culminaba en una aproximación exclusivamente voluntarista de la vida de perfección. Infantil era el método de estricto encierro durante más de siete años a que sometían a los estudiantes, quienes sufrían además una estrecha vigilancia y continua sospecha, y que, luego de la ordenación, y de un día para otro, los soltaban en medio del salvaje mundo real. (Nunca entendí bien por qué ese empeño de que el cura secular se forme en tal apartamiento del mundo cuando su vida transcurrirá inmersa en el mundo). Como esto, tantas otras cosas provocaron que, con el tiempo, la institución seminaril fuera degenerando hasta llegar a la decadencia de la que nos hablaba el Padre Castellani
Si me pregunta cuál es la solución, sinceramente no sabría qué decirle. Estaría tentado en sugerir que se cerrarán todos los seminarios y mandar a los que quieran ser curas a la universidad como cualquier hijo de vecino, mientras vive con su familia, o con quien quiera, pero la experiencia holandesa al respecto significó la desaparición total de los candidatos al sacerdocio en ese país.
En mi humilde opinión, sin embargo, me atrevería a sugerir dos medidas:
1) Recibir candidatos al sacerdocio que hayan completado ya una carrera universitaria. Con eso se aseguraría una cierta madurez que un adolescente de 18 años hoy no posee. Al pobre muchachito se lo embarca en una carrera no exenta de presiones que finaliza a los 24 años con la imposición de manos sin que muchas veces el joven haya podido tomar una decisión completamente libre, y sin saber con claridad a lo que renuncia y a lo que se compromete. Hace cincuenta años un joven de 18 años podía ser un buen padre de familia; hoy apenas si tienen madurez para elegir el color del buzo que lo identifica a él y a sus compañeros como egresados, y esto sucede aún en los mejores y más católicos colegios.
2) Poner como formadores a personas idóneas. Y ser idóneo para formar jóvenes en un compromiso existencial como el del sacerdocio no significa solamente ser un curita piadoso. Se necesitan condiciones intelectuales, morales y de equilibrio psicológico y afectivo que no siempre se tienen en cuenta. Conozco un seminario, que pasa por ser el más conservador del país, pero que, desde sus inicios fue regenteado por improvisados. Hoy, todos sus superiores son muy buenitos, rezan el rosario todos los días, hablan de Santo Tomás y hasta se animan a decir algún latinazgo en las Misas, pero como formadores, ¡Dios nos libre y guarde!, el daño que hicieron y siguen haciendo en las almas de los jóvenes que allí buscan formarse.
Una medida que sí tomaría sin dudar un instante, si eso estuviera en mi poder, sería la de abolir definitivamente los seminarios menores. Se trata, sin más, de una aberración. Y esto por muchos motivos. Veamos:
1) Los adolescentes que allí viven durante todo el año son, en su gran mayoría, hijos de buenas familias católicas. ¿Qué sentido tiene entonces sacarlos de ese ámbito, que es el suyo natural, para llevarlos a vivir todos amuchados, durante años, con la enorme fragilidad afectiva y psicológica propia de cualquier chico de esa edad? Ud. me dirá que se los aparta de los peligros del mundo, de la televisión, de Internet, de las amiguitas descocadas, y de muchos más. Pero ¿pensó Ud. en los peligros a los que los expone?
2) Si en los seminarios mayores los formadores difícilmente son aptos, en los menores lo son muchos menos. En general, se busca para esos puestos al curita joven y muchachero, recién salido del seminario, a fin de que entienda la problemática del adolescente. ¡Terrible error! Ese curita es apenas un poco menos adolescentes que sus alumnos. ¿Qué experiencia tiene en el trato con almas? ¿Qué conocimientos de psicología humana? Es enorme el daño que puede hacer metiéndose en las profundidades del alma inmadura de esa criatura en las largas sesiones de dirección espiritual. Ud. me dirá: “Ese curita posee la gracias de estado”. Y yo le respondo: “!Un cuerno!” La gracia supone la naturaleza (y no la crea, como pretendía un cura que conozco) y un pibe de 25 años, por más cura que sea, sigue siendo un pibe de 25 años del siglo XXI, un poco más maduro y estable, en el mejor de los casos, que sus pares del mundo. Y, muchas veces, con tortuosidades afectivas y psicológicas, fruto de la malformación que soportó durante sus siete u ocho años de formación, que lo hacen el menos idóneo para aventurarse en tamaña empresa. Ya nos advertía el Señor acerca de lo ocurre cuando un ciego guía a otro ciego.
3) Ud. me dirá que si ese adolescente no va al seminario corre el peligro de perder su vocación. Y yo le respondo, estimado lector, que el tema de la vocación es un macaneo de los curas. La única
vocatio o llamada que existe es la que hace la Iglesia, a través del obispo, el día de la ordenación: “Acérquense el que va a ser ordenado presbítero: Juan Pérez”. Ese el llamado o vocación, y no hay otra. Lo que hay, en todo caso, es un acto de la voluntad plenamente libre de la persona que decide consagrarse por entero al servicio del altar y, como consecuencia de esa decisión, el Buen Dios le da las gracias que necesitará para llevar a cabo ese proyecto de vida. Me preguntará Ud., quizás con escándalo, de dónde saco yo tamaña herejía. En primer lugar, la saco de los Padres de la Iglesia. Concretamente, San Benito es muy claro en su regla cuando dice que la llamada a la vida de perfección evangélica es universal, es decir, es para todos. “Todos pueden ser monjes”, asegura. Sólo es necesario tomar la decisión y ser recibidos por el abad y aceptados luego por la comunidad monástica. En ningún lugar de la Regla aparece ese supuesto “llamado” que Dios haría a algunas almas privilegiadas. Dios nos llama a todos a ser perfectos como es perfecto su Padre, y cada uno decide de qué modo llevará a cabo esa perfección: como seglar, como religioso o como sacerdote.
En segundo lugar, por una cuestión histórica. La idea de “vocación” o de “discernimiento vocacional” es muy reciente. El lenguaje católico habló durante siglos de “elección de estado”. Y la diferencia es fundamental: la elección es la
proairesis de la que hablaba Aristóteles (como bien sabrá cualquier abogado egresado de la UCA), es decir, la elección de los medios que llevarán a la consecución del fin último. Esta elección surge esencialmente de un acto voluntario, esto es, aquel que es originado por mí y en el que yo estoy envuelto; un acto del que yo tengo el principio y del que yo soy señor. Se trata de “elegir estado”, de un actuar voluntario y concreto, y no de “descubrir la vocación”, lo cual implica más bien un passio, en tanto que la vocación estaría allí y yo no tendría más que develarla. El que elige soy yo, porque Dios me hizo libre, y en virtud de tal elección seré merecedor del premio o del castigo.
Terminaré
proustianamente con el relato de una anécdota personal absolutamente cierta e ilustrativa. Hace ya varios años me enteré de que el hermano adolescente de un amigo, de no más de catorce años, había ingresado al seminario menor del IVE. Lo recuerdo aún, delgado y rubiecito, buen chico, educado, simpático y piadoso. La suya era una familia católica practicante que educaba a sus hijos en el temor de Dios, cuidando de que no se contagiaran con la tilinguería de zona norte y haciendo todo lo que estaba a su alcance para que se convirtieran en hombres y mujeres de bien. Me pareció inconcebible que esa familia hubiera permitido que uno de sus hijos se alejara de ellos para ingresa al menor, y me enfureció mucho más el hecho de que un sacerdote pudiera permitirse influenciar de tal modo el alma del muchacho, con las dosis de terror con las que habitualmente se manejan (“Temo al Dios que pasa y no vuelve”, le dicen a los chicos).
Mi abuela, debo admitirlo, es una fiel devota del IVE. Las hermanitas grisazuladas merodean por su casa cada vez que deben viajar a Islandia, Tayikistán o Papúa y necesitan algunos pesos para solventar el pasaje. Además, contribuye desde hace años con un abono mensual que, estamos seguros, sufre un ajuste acorde al ritmo de la inflación real. Se trata, claro, de una devoción a distancia. Hace cinco años nos anunció que se iría por un mes al monasterio que las matarazas tienen en San Rafael. Sus futuros herederos nos aterrorizamos previendo que los campos y las vaquitas que algún día aliviarán nuestras economías domésticas se convertirían en donaciones al IVE quienes, a cambio, le otorgarían graciosamente un lugar en su cementerio del Chañaral y hasta la enterrarían con el hábito grisazulado para asegurarle la salvación eterna. Respiramos aliviados cuando, a los cuatro días de su partida, nos anunció su regreso anticipado debido a cuestiones de salud. Yo estoy seguro que el motivo fue bastante más frívolo que sanitario: las hermanitas le habrán servido té “La Virginia” medio frío en tazas de lata, y yo conozco a mi abuelita y su apego por la porcelana de
Brother´s y por el
Ceylan tea.
El año pasado mi abuela nos invito a una comida a su casa, “Sin niños”, claro está. Entre otros, había una buena señora cuyana, vecina de las matarazas, a quien mi abuelita estaba alojando debido a un tratamiento médico que la mujer se realizaba en Buenos Aires. En un momento, y para darle alguna participación en la conversación, se me ocurrió preguntarle por el muchachito hermano de mi amigo, quien, a esas alturas, sería ya sacerdote. “Ah, el Padre Tal -me dijo-, estaba en la parroquia de San ......, pero hace unos meses dejó el sacerdocio”. Todos nos quedamos asombrados y yo no tuve mejor idea que preguntar qué había pasado. La señora, eludiendo las normas de urbanidad y mostrando su falta de roce, como después me informó mi abuelita, respondió: “No sabemos. Nunca dicen por qué dejan los padres. Pero el Padre Tal se notaba que iba a dejar. Ud. no sabe cómo miraba a las chicas!”.
Imáginese Sr. Anónimo, al pobre curita de 25 años, que desde los 14 estaba encerrado con muchachitos como él, escuchando a sus (de)formadores diciéndoles que con rosario y cilicio se vencen las tentaciones, expuesto ahora, de un momento para otro, a escuchar diariamente las confesiones de sus bellas y sugerentes feligresas que le contarían los refocilos que tendrían con sus novios y amigos... Hace un mes me crucé con mi amigo y le pregunté por su hermano el ex cura: “Y ahí anda, más o menos. Ahora consiguió un trabajito sacando fotos en casamientos y cumpleaños”. Otra vida arruinada por K. y sus muchachos, y van... ¿cuántas? El que lo sepa, que cante. Dicen que muchas más de cincuenta, pero es el secreto mejor guardado de IVE.
Como Ud. verá, Sr. Anónimo, no he respondido su pregunta. No creo que haya algún seminario bueno en Argentina. Desde las cartas de Castellani las cosas cambiaron, para peor.