Mas el Salvador ofrécele otro alimento aún más divino; ofrécesele a sí mismo como manjar del alma. Dijo una vez el Señor a San Agustín:
Yo soy el pan de los fuertes. Pero no me cambiarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en mí".[1]
En la comunión, Nuestro Señor nada tiene que ganar; toda la ganancia es del alma que es vivificada y elevada a lo sobrenatural; las virtudes de Jesucristo se trasfunden al alma, y queda ésta como incorporada a Él, haciéndose miembro de su cuerpo místico.
¿Cómo se realiza esta transformación e incorporación? Principalmente porque Jesús, presente en la Eucaristía, eleva al alma a un intensísimo amor.
Los efectos que este divino manjar produce los explica muy bien Santo Tomás (IIIª, q. 79, a. 1):
Los efectos que la Pasión consiguió para el mundo entero, los consigue este sacramento en cada uno de nosotros." Más adelante añade: "Así como el alimento material sostiene la vida corporal, y la aumenta, la renueva y es agradable al paladar, efectos semejantes produce la Eucaristía en el alma."
En primer lugar, sostiene o da mantenimiento. Todo aquel que, en el orden natural, no se alimenta o se alimenta mal, decae; la misma cosa acontece al que se priva del pan eucarístico que el Señor nos ofrece como el mejor manjar del alma. ¿Por qué nos habremos de privar, sin razón, de este pan supersustancial (Mt 6, 11) que debe ser para el alma, el pan nuestro de cada día?
Como el pan material restaura el organismo, renovando las fuerzas perdidas por el trabajo y la fatiga, así la Eucaristía repara las fuerzas espirituales que perdemos por la negligencia. Como dice el Concilio de Trento, nos libra además de las faltas veniales, devuélvenos el fervor que por ellas habíamos perdido, y nos preserva del pecado mortal.
Además, los manjares naturales aumentan la vida del cuerpo en el período del crecimiento. Mas en el orden espiritual, siempre tenemos que ir creciendo en el amor de Dios y del prójimo, hasta el momento de la muerte. Y para poderlo conseguir, en el pan eucarístico nos lo regala cada día con gracias renovadas. Por eso nunca se detiene, en los santos, el crecimiento sobrenatural, mientras aspiran a acercarse a Dios: su fe se hace cada día más esplendorosa y más viva, más firme su esperanza, y su caridad más pura y ardiente. Y así, poco a poco, de la resignación en los sufrimientos pasan al amor y alegría de la Cruz. Por la comunión todas las virtudes infusas van en aumento junto con la caridad, hasta llegar muchas veces al heroísmo. Los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes infusas, conexas con la caridad, van creciendo también a una con ella.
En fin, así como el pan material es agradable al paladar, el pan eucarístico es dulcísimo al alma fiel, que en él encuentra fortaleza y gran sabor espiritual.
Dice el autor de la Imitación (1. IV, c. II y Ill):
Señor, confiando en tu bondad y gran misericordia, me llego enfermo al Salvador, hambriento y sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor, criatura al Creador, desconsolado a mi piadoso consolador. (...) Date, Señor, a mí y basta; porque sin Ti ninguna consolación satisface. Sin Ti no puedo existir, y sin tu visitación no puedo vivir."
Santo Tomás expresó admirablemente este misterio de la comunión:
O res mirabilis, manducat Dominum, pauper, servus, et humilis!
¡Oh prodigio inefable! ¡Que el pobre servidor, esclavo y miserable, se coma a su Señor."
Esta es la sublime unión de la suprema riqueza con la pobreza. ¡Y decir que la costumbre y la rutina no nos dejan ver con claridad el sobrenatural esplendor de este don infinito!
Condiciones necesarias para hacer una buena comunión
Nos las recuerda el decreto por el que S. S. Pío X exhorta a los fieles a la comunión frecuente (20 de diciembre de 1905): En primer lugar, recuerda el decreto este principio:
Los sacramentos de la nueva ley, al mismo tiempo que operan ex opere operato, producen un efecto tanto mayor cuanto son más perfectas las condiciones en que se los recibe... Hase pues de procurar que una buena preparación preceda a la santa comunión, y que vaya seguida de fervorosa acción de gracias, según la posibilidad y condiciones de cada uno."
Según el mismo decreto, la condición primaria e indispensable para sacar provecho de la comunión es la intención recta y piadosa. Dice así:
La comunión frecuente y cotidiana, tan del agrado de Nuestro Señor Jesucristo y de la Iglesia católica, debe ser en tal forma facilitada a todos los fieles de cualquier clase y condición, que nadie que se acerque a la sagrada Mesa en estado de gracia y con recta y piadosa intención, ha de ser rechazado por ninguna prohibición. Intención recta quiere decir que aquel que se acerca a la santa comunión no lo haga movido por la costumbre, ni por vanidad, ni por cualquier otra razón humana, sino que pretenda únicamente responder a la voluntad del Señor, unirse a él más estrechamente por la caridad y, mediante este divino remedio, sanar sus enfermedades y sus culpas."
Esa recta y piadosa intención de que se habla aquí, ha de ser manifiestamente sobrenatural, o inspirada por motivos de fe; o sea, por el deseo de conseguir la gracia de servir mejor a Dios y de evitar el pecado. Si, junto con esta fundamental intención, se mezclase alguna otra secundaria de vanidad o deseo de ser alabado, este motivo secundario y accidental no impediría que fuese buena la comunión, aunque disminuiría su provecho. Los frutos que de ella saquemos serán tanto más abundantes cuanto esa recta y piadosa intención fuere más pura e intensa. Estos principios son ciertos y no es posible ponerlos en duda. Una sola comunión ferviente es, pues, mucho más provechosa que muchas hechas con tibieza.
Condiciones para hacer una ferviente comunión
Santa Catalina de Sena, en su Diálogo (cap. 110), señala estas condiciones, mediante un curioso símbolo:
Supongamos", dice, "que varias personas se alumbran con velas o cirios. La primera lleva una vela de una onza; la segunda, otra de dos onzas; la tercera, de tres; ésta, de una libra. Cada una enciende su vela. Y sucede que la que tiene la de una onza, ve menos que la que se alumbra con la de una libra. Así acontece a los que se acercan a este sacramento. Cada uno lleva su cirio encendido, es decir, los santos deseos con que recibe la comunión".
¿Cómo se manifiestan tales deseos?
Esos santos deseos, condición de una ferviente comunión, se han de manifestar en primer lugar, desechando todo apego al pecado venial, a la maledicencia, envidia, vanidad, sensualidad, etc... Esta afición es menos reprehensible en un cristiano de pocas luces, que en otros que han recibido gracias abundantes de las que no se muestran muy agradecidos. Si tales negligencia e ingratitud fueran en aumento, harían que la comunión fuera cada vez menos provechosa
Para que ésta sea fervorosa, se ha de combatir la afición a las imperfecciones, es decir, a un modo imperfecto de obrar, como acontece en los que, habiendo recibido cinco talentos, obran como si sólo poseyeran tres (modo remisso), y apenas luchan contra sus defectos. La afición a las imperfecciones se revela también en andar tras ciertas satisfacciones naturales y lícitas, pero inútiles, como, por ejemplo, tomar ciertos refrigerios sin los cuales podría uno pasar. Hacer el sacrificio de tales satisfacciones sería cosa muy agradable a Dios, y el alma, mostrando así mayor generosidad, recibiría en la comunión gracias más abundantes. No nos es lícito olvidar que nuestro modelo es el Salvador mismo, que se sacrificó hasta la muerte en la Cruz, y que debemos trabajar por nuestra salud y la del prójimo, empleando los medios de que echó mano nuestro divino Salvador. El alejamiento del pecado venial y de las imperfecciones es, empero, una disposición negativa.
Las disposiciones positivas para la comunión ferviente son: la humildad (Domine, non sum dignus), un profundo respeto a la Eucaristía, la fe viva y un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor que es el Pan de vida. Estas condiciones se resumen en una sola: tener hambre de la Santa Eucaristía.
Cualquier manjar es bueno cuando hay hambre. Un rico, accidentalmente privado de alimentos y hambriento, se siente dichoso si le dan un pedazo de pan negro; nunca le pareció gustar cosa más sabrosa. Si nosotros tuviéramos hambre de la Eucaristía, sacaríamos mucho más fruto de nuestras comuniones. Acordémonos de lo que era esta hambre en Santa Catalina de Siena: un día que con gran crueldad le había sido negada la comunión, en el momento que el sacerdote partía en dos la hostia de la misa, desprendióse una partecita y, milagrosamente voló hasta la Santa, en recompensa de su ardiente deseo de recibir a Jesús.
¿Cómo llegaremos a sentir esta hambre de la Eucaristía? Lo conseguiremos si meditamos detenidamente que sin ese alimento nuestra alma moriría espiritualmente, y luego haciendo con generosidad algunos sacrificios cada día.
Si alguna vez sentimos que nuestro cuerpo se debilita, sin dilación le proporcionamos manjares sustanciosos que lo reconfortan. El manjar por excelencia que restituye las fuerzas espirituales es la Eucaristía. Nuestra sensibilidad, tan inclinada a la sensualidad y a la pereza, tiene gran necesidad de ser vivificada por el contacto del cuerpo virginal de Cristo, que por amor nuestro sufrió los más terribles tormentos. Nuestro espíritu siempre inclinado a la soberbia, a la inconsideración, al olvido de las verdades fundamentales, a la idiotez espiritual, tiene gran necesidad de ser esclarecido por el contacto de la inteligencia soberanamente luminosa del Salvador, que es el Camino, la Verdad y la Vida. También nuestra voluntad tiene sus fallas; está falta de energías y está helada porque no tiene amor. Y ése es el principio de todas sus debilidades. ¿Quién será capaz de devolverle ese ardor, esa llama esencial para que siempre vaya hacia arriba en lugar de descender? El contacto con el Corazón Eucarístico de Jesús, ardiente horno de caridad, y con su voluntad, inconmoviblemente fija en el bien, y fuente de mérito de infinito valor. De su plenitud hemos de recibir todos, gracia tras gracia. Tal es la necesidad en que nos encontramos de esta unión con el Salvador, que es el principal efecto de la comunión.
Si viviéramos firmemente persuadidos de que la Eucaristía es el alimento esencial y siempre necesario de nuestras almas, ni un solo momento dejaríamos de sentir esa hambre espiritual, que se echa de ver en todos los santos.
Para encontrarla, si acaso la hubiéramos perdido, preciso es hacer ejercicio, como se recomienda a las personas débiles que languidecen. Mas el ejercicio espiritual consiste en ofrecer a Dios algunos sacrificios cada día; particularmente hemos de renunciar a buscarnos a nosotros mismos en las tareas en que nos ocupamos; por ese camino irá el egoísmo desapareciendo, poco a poco, para dar lugar a la caridad que ocupará el primer puesto en nuestra alma; de esa manera dejaremos de preocuparnos de nuestras pequeñas naderías, para pensar más en la gloria de Dios y la salvación de las almas. Así volverá de nuevo el hambre de la Eucaristía. Para comulgar con buenas disposiciones, pidamos a María nos haga participar del amor con que de las manos de San Juan recibía la santa comunión.
Los frutos de una comunión ferviente están en proporción con la generosidad con que a ella nos preparamos. "Al que tiene [buena voluntad] se le dará más y nadará en la abundancia, dice el Santo Evangelio (Mt 13, 12). Santo Tomás nos recuerda en el oficio del Santísimo Sacramento, que el profeta Elías, cuando era perseguido, se detuvo, rendido, en el desierto, y se echó debajo de un enebro como para esperar la muerte; y se durmió; le despertó un ángel y le mostró junto a sí un pan cocido a fuego lento y un cántaro de agua. Elías comió y bebió, y, con la fuerza que le dio este alimento, caminó cuarenta días, hasta el monte Horeb, donde le esperaba el Señor. He ahí una figura de los efectos de la comunión ferviente.
Meditemos en que cada una de nuestras comuniones debería ser sustancialmente más fervorosa que la anterior; y en que todas ellas no sólo han de conservarnos en la caridad, sino que han de acrecentarla, y disponernos en consecuencia a recibir al día siguiente al Señor, con un amor, no sólo igual, sino mucho más ardiente que la víspera. Como una piedra cae con tanta mayor rapidez cuanto se acerca más al suelo, así, dice Santo Tomás [2], deberían las almas ir a Dios con tanta más prisa cuanto más se acercan a Él y son por Él más atraídas. Y esta ley de la aceleración, que es a la vez ley natural y del orden de la gracia, habría de verificarse sobre todo por la comunión cotidiana. Y así sería si no fueran obstáculo algunas aficiones al pecado venial o a las imperfecciones. Encuentra, en cambio, realización plena en la vida de los santos, que en los últimos años de su vida realizan mucho más rápidos progresos en la santidad, como se ve en la vida de Santo Tomás. Esta aceleración fue realidad especialmente en la vida de María, modelo de devoción eucarística; con seguridad que cada una de sus comuniones fue más fervorosa que la precedente.
Pluguiera a Dios que otro tanto acaeciera en nosotros, aunque sea en menor medida; y que, aunque la devoción sensible faltare, nunca se eche de menos la sustancial, o sea la disposición del alma a entregarse al servicio de Dios.
Como dice la Imitación de Cristo (1. IV, c. IV):
Pues, ¿quién, llegando humildemente a la fuente de la suavidad, no vuelve con algo de dulzura? ¿O quién está cerca de algún gran fuego, que no reciba algún calor? Tú eres fuente llena, que siempre mana y rebosa; fuego que de continuo arde y nunca se apaga."
Esta fuente de gracia es tan alta y tan fecunda, que puede ser comparada con las cualidades del agua, que da refrigerio, y a sus opuestas, las del fuego abrasador. Aquello que en las cosas materiales anda dividido, únese en la vida espiritual, sobre todo en la Eucaristía.
Pensemos, al comulgar, en San Juan, que reposó su cabeza en el costado de Jesús, y en Santa Catalina de Siena, quien más de una vez tuvo la dicha de beber con detenimiento en la llaga de su Corazón, siempre abierto para mostrarnos su amor. Tales gracias extraordinarias las concede Dios, de tanto en tanto, para darnos a entender las cosas que pasarían en nuestra alma si supiéramos responder con generosidad al divino llamamiento.
Examen: Las comuniones sin acción de gracias
Si scires donum Dei! ¡Si conocieras el don de Dios!
No pocas almas interiores nos han expresado el dolor y pena que sienten ante el hecho de que, en algunos lugares, la mayor parte de los fieles se van de la iglesia inmediatamente después de la misa en que han comulgado. Aún más, tal costumbre tiende a hacerse general, aun en muchos pensionados y colegios católicos, en los que, antes, los alumnos que habían comulgado continuaban en la capilla como unos diez minutos después de la misa, dando gracias; costumbre que muchos han conservado toda la vida.
En ese tiempo, para hacer comprender la necesidad de la acción de gracias, se contaba, y con mucho fruto, lo que una vez hizo San Felipe de Neri, quien mandó en cierta ocasión que dos monaguillos, con cirios encendidos, acompañasen, un buen trecho, a una dama que solía salir de la iglesia inmediatamente después de la misa de comunión. Mas hoy van introduciéndose por todas partes ciertos modales de irrespetuosidad hacia todo el mundo, hacia los superiores como hacia los iguales e inferiores, y aun hacia Nuestro Señor. De continuar así, habrá pronto muchos que comulgan y muy pocos que comulgan bien. Si las almas celosas no se esfuerzan por contrarrestar esta corriente de despreocupación, en vez de disminuir irá en aumento, destruyendo poco a poco el espíritu de mortificación y de verdadera y sólida piedad. Mas lo cierto es que Nuestro Señor permanece siempre el mismo, y nuestros deberes hacia Él son también los mismos de antes.
La acción de gracias es un deber siempre que hayamos recibido un beneficio, y tanto mayor cuanto el favor es más notable. Cuando obsequiamos con un objeto de algún valor a una persona amiga, nos causa no poca pena el ver que, a veces, ni siquiera se toma la molestia de pronunciar una sola palabra de agradecimiento. Cosa que sucede con más frecuencia de lo que sería de desear. Y si tal despreocupación, que es ingratitud, nos molesta, ¿qué no podremos decir de las ingratitudes sin cuento para con Nuestro Señor cuyos beneficios son inmensos e infinitos?
El mismo Jesús nos lo dijo, después de la curación de los diez leprosos, de los que sólo uno se volvió a darle las gracias: ¿Los otros nueve dónde están?, preguntó el Salvador.
Mas en la comunión, el beneficio que recibimos es inmensamente superior a la milagrosa curación de una enfermedad corporal, puesto que recibimos al autor de la salud y el acrecentamiento de la vida de la gracia, que es germen de la vida eterna; en ella se nos da también aumento de caridad, es decir, de la más excelsa de las virtudes, la cual vivifica y anima todas las otras y es el fundamento y principio del mérito.
Jesús dio con frecuencia gracias a su eterno Padre por todos sus beneficios, particularmente por el de la Encarnación redentora; y desde el fondo de su alma agradeció a su Padre el que hubiera revelado ese misterio a los pequeños y humildes. Dióle gracias en la Cruz, al pronunciar el Consummatum est. Y ahora no cesa de hacerlo en el santo Sacrificio de la Misa, en la que es sacerdote principal. La acción de gracias es uno de los cuatro fines del sacrificio, junto con la adoración, la súplica y la reparación. Y aun después del fin del mundo, una vez que la última misa esté ya celebrada, y cuando no habrá ya sacrificio propiamente dicho, sino sólo su consumación; cuando la impetración y reparación se hubieren terminado, el culto de adoración y de acción de gracias durará eternamente, y su expresión será el Sanctus, que será el eterno cántico de los elegidos.
Así se comprende que muchas almas interiores tengan tanta diligencia y la muy santa costumbre de hacer celebrar misas de acción de gracias, particularmente los segundos viernes de mes, para contrarrestar la ingratitud de los hombres, y aun de tantos cristianos que apenas saben agradecer los inmensos beneficios recibidos del Señor.
Si alguna cosa hay, sin embargo, que exija especial acción de gracias, es la institución de la Sagrada Eucaristía, por la cual quiso Jesús permanecer real y sustancialmente con nosotros, continuando por modo sacramental la oblación de su sacrificio, y a fin de dársenos en manjar que nutra nuestras almas mejor que el más sustancioso de los alimentos pudiera nutrir el cuerpo. No se trata aquí de alimentar nuestra mente con los conceptos de un San Agustín o de un Santo Tomás, sino de hacer nuestro sustento al mismo Jesucristo Señor Nuestro, con su humanidad y la plenitud de gracias que reside en su alma santísima, unida personalmente al Verbo y a la Divinidad. El Beato Nicolás de Flüe decía: Señor Jesús, róbame a mí mismo y entrégame a ti; añadamos nosotros: Señor Jesús, entrégate a mí, para que yo te pertenezca totalmente. Sería éste el más excelso don que pudiéramos recibir. ¿Y no merecería de nuestra parte rendidísimas acciones de gracias? Esa finalidad tiene precisamente la devoción al Corazón eucarístico de Jesús.
Si el autor que os hace donación de su libro puede con razón quejarse de que no le hayáis dado las gracias, ¡cuánto más dolorosa no será la ingratitud de quien no se acuerda de mostrar y significar su agradecimiento después de la comunión, en la que Jesús se da a sí mismo a nuestras almas!
Los fieles que se alejan de la iglesia casi al momento de haber comulgado, diríase que se olvidan de que la presencia real de Jesús subsiste en ellos, como las especies sacramentales, un cuarto de hora más o menos después de la comunión, ¿y no serán capaces de hacer compañía a este divino Huésped durante esos pocos minutos? ¿Cómo no caen en la cuenta de su irreverencia? [3] Nuestro Señor nos llama, se entrega a nosotros con tan divino amor, y nosotros diríase que nada tenemos que decirle ni escuchar su voz durante unos pocos instantes.
Los Santos, y en particular Santa Teresa, como lo hace notar Bossuet, nos han repetido muchas veces que la acción de gracias después de comulgar es para nosotros el momento más precioso de la vida espiritual.[4] La esencia del Sacrificio de la Misa está indudablemente en la consagración, pero de él participamos por la comunión. Hase de establecer en ese momento, real contacto entre el alma santísima de Jesús y la nuestra, y unión íntima de su inteligencia humana, iluminada por la lumbre de la gloria, con la nuestra que con tanta frecuencia se halla oscurecida, llena de tinieblas, olvidada de sus deberes y tan obtusa en presencia de las cosas divinas; hemos igualmente de esforzarnos por que sea realidad la unión íntima de la voluntad humana de Jesús, inmutable en el bien, con la nuestra, tan mudable e inconstante; y en fin, unión de su purísima sensibilidad con la nuestra tan pecadora. En la sensibilidad de Nuestro Señor está el foco y centro de las virtudes de fortaleza y virginidad que esfuerzan y comunican pureza a las almas que se acercan a él.
Mas Jesús no habla sino a los que le escuchan y no dejan voluntariamente de oírle. Por eso, no sólo hemos de reprocharnos las distracciones directamente voluntarias, sino también las que no lo son sino indirectamente, pero debidas a nuestra negligencia en considerar, desear y hacer aquello que estamos obligados a considerar, hacer y desear. Tal negligencia es el principio de multitud de pecados de omisión, que, al examinar la conciencia, se nos pasan casi inadvertidos. Muchas personas que no encuentran pecados en su conciencia, por no haber cometido ninguno grave, están, sin embargo cargadas, de faltas de omisión y negligencia indirectamente voluntaria, que no carece de alguna culpabilidad.
No echemos, pues, en olvido, la acción de gracias, como sucede con frecuencia. ¿Qué frutos se pueden esperar de comuniones hechas con tan poco cuidado y devoción?
Todo beneficio exige el agradecimiento, y un beneficio inconmensurable demanda un agradecimiento proporcionado. Como no somos capaces de tenerlo para con Dios, pidamos a María medianera que venga en nuestro auxilio y nos haga tomar parte en la acción de gracias que ella ofreció al Señor después del sacrificio de la Cruz, después del Consummatum est, y después de las misas del apóstol San Juan. Tanta negligencia en la acción de gracias por la santa comunión proviene de que no conocemos como debiéramos el don de Dios: si scires donum Dei! Pidamos al Señor, humilde pero ardientemente, la gracia de un vivísimo espíritu de fe, que nos permita comprender mejor cada día el valor de la Eucaristía; pidamos la gracia de la contemplación sobrenatural de este misterio de fe, es decir, el conocimiento vivo y claro que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría, y es el principio de una ferviente acción de gracias, tanto más intensa cuanto fuere mayor el conocimiento de la grandeza del don que hemos recibido.[5]
[1] Confesiones, 1, VII, c. X.
[2] Comentario de la Epístola a los Hebreos, X, 25
[3] No nos referimos aquí a las personas verdaderamente piadosas que, por obligación o alguna necesidad, se ven en la precisión de abandonar la iglesia luego de la comunión.
[4] Véase sobre el particular la hermosa vida de la fundadora del Cenáculo, Madre María Teresa Couderc: Une grande humble, por el P. Perrov, S. J., p. 195: El día que he recibido la santa comunión, dice a su Superiora, me es imposible dejar la capilla. El tiempo dedicado a la acción de gracias por la comunidad me parece tan breve, que debo violentarme para seguirla al refectorio.
[5] Recuérdese lo que era la acción de gracias del peregrino mendigo que se llamó San Benito José Labre, que con frecuencia se elevaba en éxtasis y se transfiguraba contemplando al Salvador presente en la Eucaristía.