La recepción de los Sacramentos, -entendido que se reciben CON LAS DEBIDAS DISPOSICIONES y con el ardiente deseo de curar nuestros pecados y nuestras debilidades que rechazamos por amor a Cristo-, nos va haciendo comprender que nuestra salvación no se concentra egoístamente sobre nosotros mismos, haciéndonos pensar sólo en nuestra propia salvación, sino que nos hace ver que ella está en santificarnos en Cristo y en la Iglesia para gloria de Dios. Este es el profundo misterio y sentido en que se dice que los Sacramentos "son medios de salvación". Misterio y sentido que permanece absolutamente incomprendido para aquellos que se mantienen alejados de ellos. Misterio y sentido oculto y negado a aquellos que no los frecuentan. Pero son los Sacramentos también, un remedio poderoso para ir curando nuestras debilidades, siempre que el hombre no oponga un obstáculo -un óbice- y sea dócil a las mociones del Espíritu Santo y a los consejos de los directores espirituales. El deseo de la Iglesia de que los hombres se acerquen a ellos con mucha frecuencia, no es más que el deseo de Cristo que quiere derramar Su gracia abundantemente sobre las almas, porque ellos tienen el poder sobrado para curar al mundo de todas sus maldades, convertir a las naciones y establecer el reino de Dios firmemente en este mundo. Los hombres que se mantienen alejados de los Sacramentos, están traicionando primeramente a su mejor Amigo que es Cristo que dio Su vida para merecerles la liberación eterna, al cual se le desprecia; están traicionando a la Iglesia que les ha abierto las puertas al pueblo de Dios para que participen de los méritos de los santos; y están traicionando a sus prójimos a quienes deben amar como a ellos mismos, y no lo hacen, porque permaneciendo en pecado, enferman el cuerpo místico del cual ellos se nutren para lograr la salvación. Esta tibieza y esta indiferencia manifiesta sin duda con las obras -aunque con la lengua se escuche otra cosa-, una gran falta de fe, la cual exige los ardores de la caridad que le da su forma y su vida. Y esta fe informe, anemiada, indecisa, pone en grave peligro de condenación a esa pobre alma. Uno de los primeros síntomas de un alma condenada ya, en potencia, es el desprecio de los Sacramentos que no se consideran tan necesarios para estar bien con Dios o para lograr la salvación. Sigue el embrutecimiento de la inteligencia; la soberbia creencia de la autosuficiencia para lograr la salvación por los propios medios, y al fin, el oscurecimiento completo del alma, que enciende la luz mortecina de las pasiones que se justifican y de las glorias y benefactores del mundo.
¿Cómo era posible que conociendo Satanás el poder sanador y santificador de los Sacramentos no pugnara con furia inaudita suprimirlos en cuanto le fuera posible?, ¿cómo era posible que conociendo Satanás que la Iglesia era poderosa e inconmovible y que los hombres podrían salvarse y convertirse las naciones mientras hubiera Sacramentos especialmente el Sacrificio no pugnara con toda la furia del Infierno a en de eliminarlos?. Hemos visto el estado del mundo, de la sociedad y de la Iglesia del Vaticano a pocos años de que fueron destruidos. Desde allá oímos doctrinas que impresionan porque hablan la verdad, pero esta no es más que una prueba de que esas gentes, conocen a la perfección la Doctrina ortodoxa que manejan a la perfección para mezclarla con el error y la corrupción. Y saben hablarle al pueblo mezclando la verdad con lo que es mentira. San Pío X decía en la mencionada Encíclica PASCENDI que esa raza de víboras infiltrada en las entrañas de la Iglesia, se hacía más peligrosa, mientras más conocían a la Iglesia desde dentro. Se fueron adueñando de todo. Aprendieron su lenguaje. Para corromper la verdad es indudable que se le debe conocer a la perfección. Para infiltrar a una institución tan poderosa como la Iglesia, se necesitan siglos de esfuerzo, de sacrificio, de simulación y de odio. Para destruirla es necesario un ejército invasor "como las arenas del mar" -como decía San Agustín-, y mucho poder. No digamos para llegar al Trono pontificio. No se explica sin el poder del Infierno. ¿Y quienes le hicieron posible a Satanás que coronara con el éxito -aunque temporal y claramente profetizado en las sagradas Escrituras-, sus diabólicos deseos?, los mismos hombres que se entregaron voluntariamente a la satánica esclavitud encharcando al mundo de pecados y de corrupción, que llegaron a contaminar los senos más íntimos de la sociedad y las cumbres más elevadas de las jerarquías de las naciones y de la Iglesia, cuando renunciaron al suave, yugo, al benéfico yugo de Cristo. Y esta es la Apostasía. Y por esto, habiéndolo abandonado el hombre, Dios abandonó a los hombres a sus propias fuerzas, porque no solamente lo rechazaron, sino que lo injuriaron y se burlaron de Él.
El mundo está ahora en el gravísimo predicamento de que la Iglesia del Vaticano ya no proporciona ni la fuerza ni la gracia de los Sacramentos. Ha abandonado la misión y objeto para el cual fue fundada. Y estamos en el grave predicamento de que en aquellos lugares que han sido llamados "islotes de la Fe", los Sacramentos se desprecian con una indiferencia pasmosa, pues la corrupción y la indiferencia de fuera, los ha contaminado.
¿Era necesariamente el fin la Apostasía de la Iglesia del Vaticano?, NO. Absolutamente no. Dios ha proporcionado para siempre a Su Iglesia una fuerza que la hace indestructible y superior al mundo. Pero esto depende de la voluntad de los hombres. Debieron haber asumido la responsabilidad de rescatar a la Iglesia los llamados impropiamente "tradicionalistas". A los tradicionalistas les correspondía comenzar la lucha de rescate que implicaba renuncia y mucho sacrificio, y fiel es Dios que la batalla se hubiese ganado. Ellos tenían el gravísimo e ineludible deber sagrado ante Dios, que además había proporcionado todas las facilidades y asistencia para reconstruirlo todo. No sé cuánto hubiese durado esto, pero los enemigos hubiesen podido ser expulsados y se hubiese podido rescatar el Trono de San Pedro que está en Roma. Las primeras comunidades cristianas lucharon contra la poderosísima Roma pagana de los Césares y un día, el papa vistió la púrpura de los emperadores y el paganismo fue historia y llegó el Evangelio de Cristo a todas las naciones. Pero no estuvieron a la altura. A quien habló de la unidad, de la elección del papa, del cual la Iglesia nunca puede carecer y de comenzar una guerra de rescate, fue tachado de loco, de desequilibrado y sufrió la burla de TODOS con honrosísimas y pocas excepciones. Los obispos debieron unirse, pues si se decían ser la verdadera Iglesia, no podían renunciar a la NOTA de la UNIDAD que distingue a la verdadera Iglesia. Pero permanecieron divididos, cuidando sus propias haciendas e intereses y enfrascados en toda clase de pleitos y problemas inexplicables que reflexionados causan vómito. Se llenaron, entonces, de oportunistas, de trepadores, de tusioristas o fariseos, de particularistas, de pancistas -PANCISTA: dícese del que procura no pertenecer a ningún partido, para poder medrar o estar en paz con todos-, de negociantes, de complotados, de cobardes y de toda clase de indeseables. Debieron haber elegido al papa, porque la unidad de la Iglesia, que es una de las notas que la distinguen, implica unidad de Doctrina y unidad de gobierno y porque faltando el magisterio de Pedro se corre el peligro de que la Fe se va escapando entre los dedos como el aceite, que no se siente, pero hipócritamente diciendo que defendían la ortodoxia, permanecieron por casi cuarenta años acéfalos, porque no querían dar cuentas a nadie de sus obras, o porque no querían renunciar a las comodidades que tenían en eso quistes de influencia que los enemigos les habían tolerado, o porque faltísimos de fe y de confianza en Dios, se estaban muriendo de miedo. Ellos son culpables y traidores, porque la Iglesia, como enseñan León XIII y Pío XII, entre otros, es una sociedad perfecta que tiene todos los recursos en ella misma, siendo la Iglesia de Dios, para salir airosa de cualquier situación por angustiosa que esta sea. Y no echaron mano por miedo, por falta de fe o por conveniencia de los poderosos recursos que estaban a su disposición.
En el Concilio celebrado en Roma en el año de 1059, estando reinando el Papa Nicolás II, se dijo lo siguiente: "Si el poder de los malos impide que la elección -del papa- se haga en Roma, los cardenales-obispos reunidos con el clero y los seglares temerosos de Dios, aunque sean en corto número, tendrán derecho para elegir papa en el sitio que juzguen a propósito; y si el electo no puede ser entronizado en la Santa Sede, no por eso carecerá de la autoridad competente para gobernar a la Iglesia". Los jefes tradicionalistas abandonaron la lucha; depusieron las armas poderosas de que disponían; desertaron en el momento de la batalla; con el ejército del enemigo al frente, instalaron sus tiendas de campaña y se acostaron a descansar por lo cual son traidores de la peor pasta, porque si de ellos dependía todo, su deserción lo perdió todo. No estuvieron a la altura de la misión divina que Dios amorosamente les brindaba. ¡Les encomendaba el rescate de Su Iglesia!.
Pero tampoco estaban a la altura las comunidades que ellos dirigían, llenas de soberbios, de tibios, de sabelotodos, de desobedientes, de indisciplinados, de irrespetuosos, de igualados, de independientes. Llenas de partiditos, de chismes, de enredos, de incomprensión, y de todo aquello que las hacía parecer un mercado sin que se entendiera a veces quién era el primero y quién era el último. ¿Esta era la clase de hombres, autoridades y fieles, que debían asumir la dirección y representación de la purísima, santísima y universal Iglesia de Cristo ante los fieles y ante el mundo?. ¡Qué horror!. Todos estos hombres no saben el tamaño del mal que han hecho. Aquello parecía una aventura apostólica de mentiritas en la que los niños juegan a las Cruzadas peleándose todo el tiempo quién es el jefe y quién obedece, quienes son los moros y quienes los cristianos. No se encontró la unidad ni en el seno de las comunidades ni había una dirección unificada a sus cabezas. Allá había una falta casi total de obediencia, que fue el distintivo siempre, como enseñaba León XIII, de la Iglesia Católica y su columna vertebral.
¡Qué lamentable y dolorosa situación la de esos millones de fieles que por este espantoso y terminal maremagnum quedaron atrapados en las redes del Anticristo, sin culpa suya, "obedeciendo" a los falsos pastores pero sufriendo y protestando en el fondo del corazón por toda esa inmensa cantidad de reformas e imposiciones con las que no se conformaban, sin haber oído jamás de la Iglesia de las catacumbas porque sus pastores nunca quisieron unirse para sacarla a la vista de los hombres!, y ¡qué lamentable y dolorosa situación de los fieles que con buen espíritu llegaron a esas comunidades tradicionalistas en las que se administraban los Sacramentos y se conservaba la Misa católica y la Doctrina de los Padres de la Iglesia y de los Apóstoles para ser traicionados por los pastores, divididos, acéfalos -aunque siempre se declararon la verdadera Iglesia-, y para ser escandalizados por el relajamiento que imperaba en esas comunidades!. Estos, unos y otros, son los fieles que pertenecen al resto fiel. Estos son los que pertenecen al espíritu de la Iglesia, para los cuales Jesucristo no tuvo más que palabras de ternura. Y esa es la DISPERSIÓN que claramente anunció el Profeta Daniel. Es el completo quebrantamiento del pueblo de los santos que anunció con absoluta precisión, porque "quebrantar", como dice el Diccionario de la lengua es "romper o separar, desgajar con violencia las partes de un todo".
Es indudable que el clamor y el llanto del pueblo llamado tradicionalista abandonado por sus pastores se escuchó con dramática fuerza al elegir éstos en la forma que mejor entendían a varios "papas", dándoles así ejemplo de que eran más conscientes de las graves necesidades de la Iglesia y del gravísimo peligro de la sede vacante prolongada. ¿Qué hicieron estos pastores?, ¡los condenaron y se burlaron de ellos y los desprestigiaron en todas las formas en las que les fue posible!. Los ridiculizaron con una falta de caridad pocas veces vista. Y cuando pudo reunirse un cónclave canónicamente dispuesto, que mereció incluso ser mencionado en el Cap. 12 del Apocalipsis, -y en el que hubo no un traidor como en el Colegio Apostólico, sino varios que bien conozco-, la reacción de rechazo fue la misma y aquel grandísimo esfuerzo terminó en fracaso, en condena y en burla. ¿Se puede ni siquiera pensar que quienes pugnaban por la unidad y por la elección de un papa, fueran tan groseramente tratados por esos pastores que se declaraban tan ortodoxos?. Y así, al parecer, se perdió toda esperanza de rescatar a la Iglesia.
La existencia del mundo, sin Sacramentos, sin Sacrificio, no tiene ningún objeto sino sólo el avance de la prostitución y la condena de todo hombre que nace a este mundo. La caída de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal, que había perdido para siempre a los hombres -y por esto esclavos del príncipe de las tinieblas-, según la gran promesa de Dios misericordioso, debía ser reparada y el hombre salvado y arrancado de las garras satánicas, si así lo deseaba voluntariamente y se bañaba en las purísimas fuentes de la Sangre de Cristo. El hombre podría desligarse absolutamente de la solidaridad del pecado, siguiendo el camino señalado por el Hijo de Dios encarnado. La dolorosa y dramática historia humana llevaba toda ella al momento de la Redención, por la cual, el mismo Verbo de Dios, haciéndose hombre, pagaría con Su sagrada Pasión el precio de todos los pecados de la humanidad. Pero llegaría el momento, -estaba anunciado-, en el que los hombres también rechazarían la Redención y su soberbia desviaría y retorcería hacia los dictados de su propia voluntad y capricho, el plan de Dios y los motivos por los cuales Cristo fundó Su Iglesia, en el momento en el que se completase el número de los elegidos por los cuales Cristo se había encarnado. Porque había venido a buscarlos. Porque había venido a enseñarles el camino para ir a la vida eterna. Llegaría el momento en el que la Iglesia sería desviada del objetivo que le es propio y esencial, y a esto se llama la Apostasía. El hombre malo impondría su soberana voluntad contra la voluntad del supremo Legislador. Entonces, es el fin. Satanás no puede reinar en este mundo sobre las almas ni puede impunemente pisotear la Sangre redentora. No puede Dios continuar creando la vida en este mundo para ponerla al servicio del Averno. Ni el hombre se va a burlar de Dios como le de la regalada gana. Pero aun así, por amor a los elegidos que por ignorancia o debilidad han caído en el pecado, Dios comienza a avisar, Su Madre santísima, comienza a avisar el inminente final. Y esos avisos de Dios están a la medida de los pecados en los que la humanidad se ha hundido. Porque Dios, infinito amor, quiere salvar aun durante el caos final a la mayor cantidad de almas posible.
Incuestionablemente los sucesos que estamos presenciando en el mundo y en la Iglesia, llevan a la destrucción del mundo y la anuncian con fuertes voces. Se abren las puertas de la eternidad que ya se vislumbran por el horizonte, y el tiempo de la prueba llega a su fin. Se abre para los bienaventurados la Gloria eterna, y las fauces del Infierno para los otros que sin embargo, sordos y ciegos a todo, continúan haciendo el mal y se siguen llenando de pecados, así como profetizó el Profeta Daniel. Esos darán rienda suelta a sus pasiones y a pesar de todo seguirán encharcando el mundo de crímenes que se agravarán hasta el último instante, pensando que Dios ha muerto y que pueden seguir mordisqueando para siempre los mendrugos del mundo.
Hoy la cuestión ante tantas profecías cumplidas, no es preguntar si pasará. Las preguntas de hoy son: ¿cuánto más le puede quedar de vida a este mundo desahuciado?, ¿cuánto tiempo más va a permitir el Señor que la Iglesia del Anticristo engañe a los hombres y aparezca ante los hombres y ante las naciones como la verdadera Iglesia de Cristo?.